Federico Gómez Uroz/ Memphis
Por las últimas siete semanas, he tenido el privilegio de trabajar con un grupo de personas de gran compasión y entrega que han estado poniendo su tiempo y sus manos al servicio de miles de inmigrantes que han transitado por Memphis después de pedir asilo. Cinco veces al día, grupos de estas personas voluntarias han estado y están yendo a la estación de autobuses a ofrecer algo de comida, agua, ropas, medicinas básicas y algún juguete o libro de colorear a las familias que vienen de centros de detención cerca de la frontera sur del país. Además, dos veces al día, otros grupos de gente maravillosa han estado y están aún ayudando a preparar todas esas cosas para que este servicio se pueda realizar. Es una experiencia verdaderamente humanizante trabajar con estas personas y poder servir a otras cuya primera experiencia con las gentes de este país ha sido interactuando con los agentes de la patrulla fronteriza y el personal de los centros de detención. Pero hoy no quiero hablarles de estas personas o de las familias que hemos encontrado. Hoy me gustaría hablarles de una persona que conocimos en este tiempo y que, para mi, representa un ejemplo perfecto de algo que es profundamente humano.
En mi segundo turno en la estación, a eso de las cuatro de la madrugada, estábamos atendiendo a las personas que habían llegado en el autobús ante la mirada extrañada de los pasajeros que esperaban sus conexiones con otros autobuses. Cuando las cosas se habían calmado un poco y todo el mundo tenía algo de comida y agua (prácticamente lo que podíamos proporcionar al principio), una señora de unos 70 años, de voz muy suave, nos preguntó sobre lo que estábamos haciendo. Mi compañera de turno le explicó brevemente quiénes eran estas familias y por qué estábamos allí, y que éramos parte de un grupo de personas voluntarias que habíamos pedido algunas donaciones a nuestras amistades para tener algo que darles. Un joven afroamericano que nos había estado escuchando nos ofreció algo de dinero como donación tras darnos las gracias, y esta señora, con una tremenda humildad, sacó el pie de su zapato para alcanzar y ofrecernos 20 dólares a modo de donación. Aún recuerdo el gesto de mi compañera, sabiendo que, probablemente, a esta señora no le sobraba el dinero, pero tampoco queriendo negarle la oportunidad de contribuir con lo que podía. Aquí, casi me hizo llorar.
Cuatro horas más tarde, cuando estábamos esperando otro autobús, la señora aún estaba allí esperando el suyo (ya llevaba 16 horas), y pudo ver a un nuevo grupo de más de veinticinco personas como las que nos había visto ayudar en la madrugada. Con la prisa de traerles comida, preguntar cómo estaban de salud, buscar si teníamos algo de ropa que darle a quienes venían con frío y en camiseta o camisa, no nos dimos cuenta de que la señora ya había empezado a interaccionar por su cuenta con las familias. Así, la vimos donar el abrigo que llevaba (hizo frío esa semana) y donar una de sus bolsas de mano para una familia que no llevaba dónde poner sus pocas pertenencias. Donó dos biblias usadas claramente por ella misma. Y probablemente donó algo más de dinero. Lo que me hizo llorar fue cuando le preguntamos si estaba segura de que quería donar su abrigo, con el frío que hacía, y ella respondió que podía comprarse otro como ese por tres dólares en el goodwill. Fue esta frase la que nos confirmaba que esta persona humilde, que no tenía mucho con lo que vivir, había mostrado para todos que, con lo único que necesitamos vestirnos es con un poco de humanidad.
He estado pensando en ella mucho en estas semanas que han pasado desde entonces. En este tiempo hemos atendido a casi seis mil inmigrantes transitando por la estación de autobuses de nuestra ciudad. Hemos visto niveles de necesidad muy altos, desde personas enfermas y sin abrigo hasta niñas de cinco años a las que sacaron de detención sin zapatos y sin calcetines en pleno frío. Hemos sabido de quienes hacen negocio con la tragedia de estas familias. Y hemos podido hacer mucho más con el apoyo recibido de amistades, personas voluntarias, organizaciones. Nuestra sala de donaciones es un monumento a la amabilidad mostrada por cientos de personas que han donado tiempo, dinero, abrigos, libros de colorear, comida, objetos de aseo. Pero yo sigo pensando en esta señora y en la sencillez con la que tomó una decisión rápida y se puso al servicio de quienes necesitaban ayuda a su alrededor.
Como inmigrantes, a veces se nos pueden pasar por alto muchas cosas de los sitios a los que venimos a vivir. Es cierto que este país parece una máquina de la industrialización, un monstruo que transforma en oro la necesidad, la tragedia y miseria de las gentes de aquí y del resto del mundo. Pero hay también en este lugar algo que es esencial y humanizante: una comprensión bien asentada de la responsabilidad personal que tenemos hacia otros seres humanos. Esto es difícil de ver entre tanta abundancia porque, como nos sucede con la pobreza, tendemos a no ver a quienes caminan por nuestras ciudades llevando simplemente unos harapos de humanidad.
Háganse un favor y vístanse con estas simples ropas y empiecen a mirar a su alrededor y a ofrecer sus manos, y no sólo sus diezmos, para que se pueda realizar la tarea común que es transformar este mundo en otro mucho mejor. Felices fiestas.
Federico Gómez Uroz es Educador y Psicólogo