Para comer y rascar, el trabajo es empezar.
Tenía como 13 años y todavía jugaba con mi hermana de 8. En aquellos días, la casa era más bien como una selva. A mi madre siempre le gustaron las plantas y eran ellas las que ocupaban más de la mitad de la casa junto con sus majestuosos árboles frutales: un mango, un durazno, un naranjo dulce y un agrio, un guayabo, un guayabo fresa, un arrayán, una higuera, y hasta una pasiflora, que muchos años después me enteré, era maracuyá.
Ese día recuerdo que estaba greñuda y mal vestida jugando con mi hermana en el patio. Mi tío Raymundo, hermano de mi madre, llegó sin avisar, y como siempre, acelerado, le dijo a mi mamá que se preparara, que iría con ellos (mi tía, mi tío y dos de mis primos) a las bodas de San José.
Obviamente mi mamá no estaba lista. San José está como a tres horas de Guadalajara, y asistir a la boda de los parientes por su cuenta implicaba viajar en camión, y pedir posada en el rancho. Mi tío de último minuto decidió que su familia iría, y también decidió que mi mamá iría con una de nosotras -sus hijas- si así quería.
Todas, Sandra, Vero, Marina y yo, éramos (o somos) un poco antisociales. Sandra en definitiva dijo “no voy”, aunque quizá ni dijo nada, porque mi memoria ya no es tan buena, y también porque en aquellos años mi hermana se la vivía en casa de mis tías, allá en Lagos del Country.
No recuerdo cómo Vero y la Negra se libraron del paseo, así que mi mamá me obligó a acompañarla con su muy usada frase “a ustedes nunca les gusta salir conmigo”, que a veces se la tomo prestada cuando requiero de la compañía de mis hijos.
No me quedó más que apechugar y prepararme para acompañarla en el improvisado viaje. Recuerdo que me puse una falda pantalón tinta con café, y una blusa amarilla, ¡sin duda eran los 90s!
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¡No me dieron tiempo ni de peinarme! Iba en una camioneta tipo guayín, de esas que les decían “muerteras”, con incrustaciones de madera a los lados, tratando de calmar mi enmarañada melena, y luchando por borrar las huellas de tierra en mis píes.
Llegamos como a eso de las 11:30 de la mañana a Cuquío. Fuimos al templo del Sagrado Corazón a la misa, pero ni novios ni invitados estaban ahí. Mi mamá sugirió que fuéramos a almorzar a los tacos del mercado, al estilo Cuquío, “donde tú pagas los tuyo, y yo lo mío”, así que no todos los que iban aceptaron la invitación, pero al menos mi gordita, la tía y yo sí.
Sólo de acordarme se me hace agua la boca. Aunque me diga Paulino exagerada, ¡esos tacos son los más ricos del mundo! Ya a esas horas, tenía hambre suficiente como para echarme unos cuantos taquitos, así que pedí cinco: cuatro de bistec y uno de carnaza, con cilantro, cebolla, repollo, salsas verde y roja, su respectivo chile toreado, limón y ¡que ricura!
Mi madre, también de buen comer, se pidió seis tacos: tres de bistec y tres de carnaza, con mucho, pero mucho chile y con su Coca-Cola bien fría. Y como siempre pasa, como traía mucha hambre ¡pensaba que me iba a comer a la vaca entera!, pero al tercer taco mi panza ya no podía más. Voltee con mi mamá y le dije que si quería los dos que me restaban. Ni siquiera titubeó. Como sin nada se comió sus seis y mis dos.
Llegó la hora de regresar al templo. La misa casi había terminado. Nos dispusimos entonces a ir a San José, a unos 45 minutos más de distancia, a celebrar las bodas dobles de mis parientes.
Como dice Juan Orozco, cuando como no conozco
Ni tiempo hubo de echarles arroz a las dos parejas de novios que salían apresurados del Sagrado Corazón, para partir rumbo a la fiesta a San José. Allí las bodas se festejan en grande, con banda, harta cerveza y sabrosa comida que alcanza para alimentar al pueblo entero.
El camino desde Cuquío hasta San José se recorre primero por la carretera camino a Yahualica, para después tomar una brecha que pasa por la Loma de Contla, Juchitlán, por el camino a las Cruces, hasta llegar a San José de abajo y cruzarlo cuesta arriba hasta San José de los Molina.
El camino es polvoroso, y mientras más cerca el destino, más colorada es la tierra. Recuerdo que cuando era niña, como de unos seis años, pasamos unas vacaciones inolvidables ahí. Jugué y corrí como nunca con todos los niños del rancho, y con un pequeño cachorrito que apodamos “Suki”. Mis zapatos se enrojecieron por la tierra y nunca más recuperaron su color original. Chapotee en un pequeño arroyo, que años después intenté encontrar, y que al paso del tiempo parecía diminuto, casi inexistente, sólo vivo en el recuerdo infantil.
El camino, lleno de terracería, hacía bailar a la guayín. Supongo que era verano porque el calor era sofocante y las ventanas abiertas hacían que mi pelo y toda yo pareciera un polvorón, a excepción de mis chapetotes.
Apenas pusimos un pie en el rancho, nuestros parientes nos recibieron con los brazos abiertos. Acto seguido nos indicaron en cuál de las viviendas de los novios se serviría la comilona. Nos enfilamos todos hacia aquel lugar. No había pasado ni una hora de aquella taquiza descomunal, y de pronto ya estábamos sentados en una mesa, con platos de birria de chivo, sopa de arroz, frijoles fritos y tortillas calientes.
Estaba todavía tan llena de aquellos gloriosos tacos, que no me cabía ni una cucharada de arroz. Mi mamá, muy preocupada por no hacerle el “desaire” a los parientes, se comió sin pena su plato. Al ver su buen apetito, le ofrecí el mío. Ni respingó. Se lo echó en un par de tacos, y por no desperdiciar, también se comió otro plato de birria “huerfanito” que estaba en la mesa y que nadie reclamó.
Mi mamacita santa, siempre tan acomedida, después de que se terminó tremendo festín, se ofreció a ayudar en la cocina, para servir al aluvión de invitados que no paraban de llegar. Allí, con la tía Chole, sobrinas, nueras y más familiares se puso buena la plática. Alguien se apareció con un guajolote recién cocinado en una descomunal cazuela de barro. Rápidamente le hicieron a mi mamá un taco con doble tortilla relleno con pechuga del cócono, para que opinara si había quedado bueno. Ahí sí que no podía negarse, y a pesar de que ya no le cabía más, y con tal de no hacerles el desaire, mi gordita le echó diente al pavito.
Entre más tarde se hacía, el calor bochornoso se convertía en una brisa cálida. Los rayos lánguidos del sol caían sobre las parejas que bailaban “la quebradita” al ritmo de la banda. Mi mamá se quedó con las tías Chole y Piedad. Yo me fui con una de mis primas a la casa de la tía Angelita para ponernos guapas. Luego pasamos por una de sus amigas, a la que cariñosamente llamaba “morusa” por ser pequeña y menudita.
Pronto se hizo de noche. Todo San José de los Molina festejaba a los novios. Dos hermanos que se casaron con sus novias el mismo día, y que prepararon un bodón que sería recordado muchos años después.
Esa noche nos quedamos en San José, no sin antes disfrutar de una rica cena y buena música que llenó nuestros corazones de recuerdos qué contar, y sazones para compartir con futuras generaciones, en esos días en donde sin saberlo, era inmensamente feliz.
Años después seguía recordándole a mi madre aquella fiesta y su tremenda comilona. “Exageras”, me decía con una sonrisa traviesa. “¡No sé cómo pude comer tanto ese día!, ¡pero que buena estaba esa birria!”.
En memoria de Magdalena y Raymundo Cadena.
QEPD
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