Federico Gómez Uroz/ Memphis
Educador y Psicólogo
Podría completar esta columna de hoy sólamente con estadísticas sobre violencia doméstica y desgraciadamente me faltaría espacio para poder expresar la cruel inmensidad de esta epidemia social que plaga nuestras comunidades. Además, honestamente, no creo que nuestro problema sea la falta de información; cada año se realizan muchas campañas informativas y de concienciación y diversos programas destinados a esta situación, y también se hace investigación desde diversas áreas académicas sobre las causas, consecuencias y el impacto social que la violencia doméstica tiene. Saber no es nuestro problema. Nuestro problema es la falta de voluntad para cambiar todo lo que hacemos para contribuir activa o pasivamente a que esta forma de violencia se perpetúe generación tras generación. Así que hoy, en lugar de seguir el camino de los datos, me gustaría hacer una breve reflexión sobre esta situación a la que no dedicamos, desde el podio, el púlpito o el estrado, la atención y la urgencia que merece.
Para entender la terrible realidad de la violencia doméstica (o por parte de un familiar o compañero/a sentimental), es necesario plantearse cómo es que la toleramos socialmente tan bien e, inevitablemente, esto implica reflexionar sobre cómo aprendemos las reglas sociales, o, más bien ,cómo las heredamos. Hoy, como todos los días, todas las personas adultas, a través de sus comportamientos, contribuirán a reforzar en las generaciones que ahora están en su niñez y su adolescencia diversas normas y comportamientos. A través de nuestros actos, hoy vamos a ser todos educadores sobre muchas cosas y, entre ellas, sobre cómo tratar a otras personas. Y, definitivamente, hoy enseñaremos algunas lecciones sobre la violencia doméstica, bien sea pasivamente, cuando miremos hacia otro lado, cuando subamos el volumen de la radio o la televisión para no escuchar esos gritos, cuando agachemos la cabeza y sigamos con nuestra rutina porque no es asunto nuestro si ese hombre está hablando mal a esa mujer; o bien activamente, cuando insultemos a una mujer o menospreciemos su inteligencia o habilidades, cuando leamos las escrituras de modo torcido, cuando votemos o apoyemos la violencia de cualquier tipo y a quienes la ejercen y promueven. Hoy, y mañana, y al día siguiente nuestras acciones van a ser instrumentos para la educación de quienes nos siguen en este camino de la vida y, hoy, les vamos a enseñar, a la vez que algunas cosas buenas, cosas terribles.
En nuestras comunidades, en particular, hay diversos comportamientos que se consideran “costumbres” y se elevan al nivel de “tradición” y que contribuyen a reforzar el ciclo de la violencia doméstica; un ciclo en el que nos quedamos atrapados sin saber muy bien qué hacer. Estoy seguro que conocen algunas de estas “costumbres”, porque, al igual que otras muchas personas, me crié en una comunidad donde no se habla mal de la familia propia en público, ni tampoco se airean los trapos sucios fuera de casa, ni se habla de lo que ocurre dentro de la casa porque a la gente le gusta mucho hablar de más y cualquier cosa que digas va a estar en boca de todo el mundo mañana. Todas estas formas de pensar y actuar son parte del inviolable pacto de silencio que se nos impone al nacer. Romper ese pacto es traicionar y quienes traicionan van al noveno pozo del infierno. Miedo. Miedo. Miedo.
Vivimos atrapados, así, en redes de violencia, miedo, confusión. Nacemos y vivimos bajo secuestro en grandes campamentos de terroristas a los que llamamos comunidades (o vecindarios, o ciudades, o países), tratando de sobrevivir a su violencia lo mejor que podemos, tratando de entender el porqué de su agresiva y brutal forma de tratar a las demás personas, especialmente a las mujeres. A veces hasta justificamos los comportamientos agresivos menos violentos; nos decimos que están bajo presión, que el mundo los ha hecho así, que se van suavizando con los años. A veces, para sobrevivir, les ayudamos, con nuestro silencio, con nuestro callar resignado que deja los asuntos del mundo en las manos de un ser superior que va a ayudarnos. Siempre encontramos alguna justificación para nuestro comportamiento, y también, inevitablemente, para el de ellos. A veces alimentamos la esperanza de que se van a dar cuenta del mal que hacen y van a cambiar y eso les va a redimir, y va a traer nuestra redención también, llevándose la culpa y la vergüenza que sentimos. Pero nos equivocamos.
¿Qué hacer, entonces?
Interpretado libremente, Confucio decía que para poner el mundo en orden, cada persona debe empezar por sí misma. Y, tan difícil, doloroso y arriesgado como puede ser, creo que esta es la clave para superar esta epidemia social que es la violencia doméstica. Debemos concienciarnos de que tenemos que hablar y actuar en presencia de actos de agresión y abuso. Debemos motivar a cargos públicos, enseñantes, líderes de organizaciones religiosas, compañías privadas y organizaciones comunitarias a expresarse claramente y trabajar incansablemente para erradicar esta catástrofe humana. Debemos dar ejemplo, sobre todo a los más pequeños, de cómo se superan los miedos, de cómo se apoya a quienes sufren este tipo de violencia y cómo se enfrenta a quienes la producen. Debemos cambiar nuestras costumbres y dar a las próximas generaciones el mejor regalo que podemos hacerles: unas comunidades seguras para todos, que aceptan las diferencias de género, orientación sexual, religión y modelo familiar y que invierten en mejores formas de organización social y en el cuidado de la naturaleza.
Su silencio, parafraseando a Audre Lorde, no logrará salvarles, ni salvarnos.