La historia no se repite, dicen, pero a veces se encapricha en seguir un mismo compás. Como si el tiempo se hubiera atascado en una espiral de mentiras recicladas y de odios rehechos, barnizados de nuevas palabras pero con la misma entraña podrida. Han pasado seis años desde aquel otro texto, y sin embargo aquí sigo: en el mismo lugar, bajo el mismo cielo pesado del sur, rodeado por el mismo silencio que se vuelve cómplice.

Por Federico Gómez
Nada ha cambiado realmente. Cambiaron los nombres en los carteles, los discursos de campaña, las fotos en los despachos, pero el eco de la promesa rota sigue sonando igual. Después de Trump vino Biden, y con él un respiro tibio, un paréntesis de aparente cordura. Se habló de reforma, de dignidad, de humanidad. Se habló mucho. Pero, como siempre, la comunidad migrante volvió a ser el tema de temporada, el combustible de los debates, la piedra de sacrificio de una política sin alma. Hoy, de nuevo, el monstruo ha regresado —con su cara conocida, su voz de odio, su sonrisa torcida—, y ha traído consigo la certeza de que el fascismo ya no necesita disfraz.
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Aquí, en Memphis, seguimos siendo necesarios pero invisibles. Las manos que levantan, cocinan, limpian, construyen, enseñan, curan, siguen siendo las mismas. Pero no las miran, no las nombran. Esta ciudad, como tantas otras, prefiere mirar hacia otro lado mientras el miedo se instala en las calles donde vivimos. En los últimos días, las camionetas federales han vuelto a recorrer los barrios donde la presencia latina es mayor. Nadie lo dice en voz alta, pero todos lo saben. Se siente en la piel, en los ojos que se desvían, en los mensajes que se cruzan en los grupos de WhatsApp: “Tengan cuidado”, “No salgan hoy”, “Pasaron por la escuela”, “No lleven a los niños solos”.
Pero estoy cansado. Cansado de la invisibilidad, del esfuerzo perpetuo, del tener que explicar una y otra vez que existimos. Cansado de las sonrisas condescendientes, de las promesas que caducan al día siguiente de las elecciones, del cálculo político que decide si valemos la pena según el estado en que vivimos o el número de votos que representamos. Cansado de que se hable de nosotros, pero nunca con nosotros.
Los medios locales apenas lo mencionan. NPR publica notas sobre el espíritu de cooperación de la ciudad, pero ni una palabra sobre el miedo que domina las calles donde viven quienes limpian las oficinas de esos mismos periodistas y cocinan en muchos de los establecimientos locales. Ni una palabra sobre las familias que no se atreven a llevar a sus hijos al médico, sobre los ciudadanos naturalizados que, por primera vez en años, revisan qué documentos cargar para demostrar su existencia, porque el presidente amenaza con borrar de un plumazo la decimocuarta enmienda y arrancarles la ciudadanía que ya era suya.

Los líderes locales callan. El alcalde esquiva su responsabilidad, mientras sus policías colaboran con los agentes de inmigración sin admitirlo. Las organizaciones progresistas de la ciudad celebran eventos sobre igualdad y resistencia, días sin reyes y sin una sola voz latina en sus escenarios. Ni una. Como si nuestra ausencia no pesara, como si el miedo que nos devora no contara. Y sin embargo aquí estamos, presentes incluso cuando nos borran, trabajando, resistiendo, viviendo con la dignidad silenciosa que no necesita permiso.
Este cansancio no es rendición. Es un cansancio lúcido, el que llega cuando ya se ha visto mucho: el ciclo de la esperanza, la traición, el miedo y la costumbre. Es el cansancio de quien ha cargado maletas demasiadas veces, y aun así sabe que puede volver a hacerlo. Porque ser migrante no es solo moverse: es aprender a sobrevivir a la mudanza, a reinventarse en medio del derrumbe.
No somos víctimas pasivas de la historia. Somos la historia en marcha. Somos quienes no pueden quedarse quietos porque el suelo que pisan nunca deja de temblar. Somos quienes cruzaron fronteras, mares, desiertos, y ahora cruzan los días con la misma entereza. Somos la continuidad de todas las generaciones que se negaron a desaparecer, el pulso humano que no se deja borrar ni por decreto ni por odio.
Hoy, el barco vuelve a hundirse. No por sorpresa, sino por abandono. Y aunque muchos prefieran seguir tocando su música sobre la cubierta, algunos de nosotros sabemos que es hora de moverse antes de que el agua llegue al cuello. No por miedo, sino por instinto, por la certeza de que el movimiento es la única forma de vida que nos queda.
Así que sí: es hora de hacer las maletas otra vez. No como un gesto de derrota, sino de afirmación. Porque seguimos vivos. Porque seguimos soñando. Porque en cada maleta cabe nuestra historia, nuestro idioma, nuestras canciones, y la fuerza de todos los que caminaron antes.
Tal vez hay que irse —de esta ciudad—, pero no huyendo: avanzando.
EL INFORMANTE DE MEMPHIS


























